Imagen de la película Lost in translation. |
Díganme que no soy la única persona que, aun camino a casa, cansada y resuelta a dormirse temprano, si recibe una invitación de última hora para alcanzar a un amigo en un lugar que está de paso, accede a saludarlo, eso sí: bajo advertencia de que no se quedará más de media hora. Sólo por cumplir o porque ya estamos cerca o porque ya entrados en gastos...
Anoche volví a hacerlo y debo confesar que viví una experiencia única, plagada de sorpresas. Esas veces en que lo que parece ser la última escala es apenas el comienzo de una noche que se va despojando de sus velos: algo para lo que no estaba preparada, especialmente porque, entre esa veintena de amigos y colegas, yo era, de alguna forma, intrusa.
Tanto mejor.
A medida que las horas transcurrieron, el número de comensales se redujo y la conversación, por decirlo de algún modo, se hizo más íntima, quizá filosófica y profunda, por momentos intensa y beligerante.
Desde luego, fuimos los últimos en abandonar el lugar y, como suele pasar, alguien propuso continuar la reunión, a unas cuadras, en su casa y para entonces éramos ocho y recorrimos maravillados el townhouse del anfitrión: desde el portón de la entrada: blanco y de tres metros de altura, hasta el indiscreto tragaluz que miraba a la tina de baño del piso de abajo.
Nos instalamos en una de las salas, y a alguno se le ocurrió colocar sobre el suelo una de las botellas vacías y hacerla girar, y de lo más que nos despojamos fue de los suéteres y los zapatos y los calcetines y los relojes y nosotras además de los aretes, las pulseras y los collares, y en eso propuse que también podrían soltarse otro tipo de prendas: algo así como un secreto, un pecado, una confesión, y entre que hacía frío y en realidad nadie buscaba quedarse en cueros, el siguiente señalado por la boca de la botella compartió una dolencia relativa a su pareja anterior y todos intercambiamos apreciaciones y moralejas.
Y, sin necesidad de girar la botella, vaciamos y revelamos, más que anécdotas, aprendizaje, fragilidad, alma, humanidad.
Se supone que yo iba a ''saludar y a cumplir''. Iba por media hora, una hora cuando mucho. Cuando salimos por el alto y blanco portón, ya era de día y estábamos listos para tomar el volante, tal vez con menos riesgos, y quizá al atravesar el umbral nos sentimos un poco más auténticos y, acaso sin esperarlo, un tanto más vivos.
Rose Mary Espinosa
Fuente: http://blogs.eluniversal.com.mx