Un martes de febrero por la mañana, mientras la nieve caía pesadamente desde el oscuro cielo, sonó mi teléfono con el siguiente mensaje:
Una ordenanza del condado determina que toda la nieve debe ser removida de tu acera dentro de las cinco horas desde que la nieve deja de caer. Quienes no quiten la nieve de la acera recibirán multas.
¿Cinco horas? ¡Y qué tormenta de nieve! Mis hijos están en la Ieshivá y mi esposo fuera, en un viaje de negocios. Yo podría intentar tomar la pala, pero el trabajo parecía desalentador. Para mi suerte, unas horas después sonó el timbre de la puerta. Dos hombres jóvenes y robustos se ofrecieron para palear la nieve de mi acera a cambio de una tarifa “decente”. Perfecto.
Algunas horas más tarde comenzó a nevar de nuevo. Yo me exasperé en gran forma cuando mi acera, recientemente despejada, se volvió a cubrir. Esta vez fue una tempestad. No recuerdo haber visto alguna vez una tormenta como ésta.
A la mañana siguiente espié hacia afuera por mi ventana. Se había acumulado muchísima nieve, cubriendo nuestro mundo con un blanco celestial. Era hermoso. Lo que no era tan hermoso era pensar en quitarla.
Cuando el timbre de la puerta sonó nuevamente, con unos adolescentes trayendo una oferta para despejar la acera, estuve agradecida. Convenimos otro precio “decente” y les di instrucciones para estar segura de que palearían toda la longitud de la acera.
Cuando me dijeron que la tarea estaba terminada, hice un rápido chequeo, les agradecí por su trabajo y regresé rápidamente a casa. El clima estaba terrible, y yo no iba a salir, conducir era muy peligroso.
Había sido estafada. Los adolescentes sólo habían hecho la mitad del trabajo.
Recién cuando salió el sol al día siguiente me di cuenta de lo que había ocurrido. Había sido estafada. Los adolescentes sólo habían hecho la mitad del trabajo. Habían paleado el principio de la acera y luego se habían detenido.
A estas alturas, era imposible remover la nieve. Se había congelado, y era increíblemente alta.
Pero no le presté mucha atención. Shabat estaba acercándose y yo necesitaba organizarlo. Con la nieve acumulada por todos lados, todo llevó el doble de tiempo. Afortunadamente, para cuando atardeció estábamos listos para darle la bienvenida a Shabat.
Imagina mi consternación cuando, unos días después, abrí la puerta de entrada y encontré un trozo de papel encintado a ella:
Boleta de citación y comparecencia.
“En nombre del Estado de Nueva York a Slova Wolff…”
¡Una citación a presentarme en la corte! ¿A mí? ¿Por qué? Cuando examiné el papel todo quedó claro. Por no haber limpiado la acera pasadas cinco horas.
Recientemente tuve mi cita en la corte local. Decidí llevar conmigo a mi hija de once años, Alisa. Era de noche y no quería estar afuera mientras ella estaba en casa.
Primero tuvimos que esperar que fueran atendidos los casos de infracciones de tránsito, escuchando a los conductores defenderse a sí mismos por conducir sin licencia o con la licencia suspendida, por caños de escape ruidosos y por ventanas polarizadas. Cien dólares, doscientos dólares, multas legislativas y conversaciones sobre futuras citas en la corte iban y venían Finalmente, la corte se despejó y sólo quedamos nosotros, los paleadores de nieve.
El juez nos dijo que deberíamos encontrarnos con él, de a uno a la vez, en un cuarto privado de la corte. Llamaron mi nombre. No estaba muy nerviosa. Por lo único que estaba aquí era por no haber limpiado la nieve.
“¿Cómo se declara usted?”, me preguntó el juez.
“No soy culpable, su señoría”, dije con confianza.
“¿Cómo puede decir eso?”.
Proseguí a contarle acerca de las dos tormentas de nieve, y que había contratado no a uno, sino a dos grupos de jóvenes para ayudarme, y que había sido embaucada.
“Su argumento no es suficientemente bueno”. Prosiguió a sacar una foto delatadora de mi acera. “Esto es inaceptable. La multa es de $1000 dólares”.
Mi cabeza daba vueltas. Está bromeando, pensé. ¿Mil dólares por no sacar la nieve de la acera, y la gente conduce sin licencia y no tiene que pagar ni la mitad de eso?
“Su señoría”, dije, “yo traté. Y cuando, cerca de dos semanas después, vino la siguiente tormenta, me levanté temprano en la mañana y me aseguré de que la acera estuviera despejada”.
“No hubo otra tormenta”.
Me quedé pasmada. Sabía que había habido otra tormenta. Sabía que había dado un suspiro de alivio cuando mi acera fue limpiada, y ahora estaba siendo multada con esta gran suma de dinero y me estaban diciendo que no había actuado de manera responsable.
El juez me miró con impaciencia. “Insiste en que hubo otra tormenta. Eso es mentira. Las fotos no mienten. La multaré con $100 esta vez, pero le conviene ser más responsable en el futuro”.
Salí dolida y ofendida. Sabía la verdad en mi corazón, pero este juez no me creyó. Y me lo dijo delante de mi hija y en una corte.
Conduje a casa agitada. Entramos y saqué un calendario tratando de recordar las fechas. Mi hijo, Eli, había terminado su estudio nocturno y le pregunté si podía recordar una segunda tormenta.
“Sí, mami”, dijo rápidamente. “Fue el jueves de Purim”.
No lo podía creer.
“Tengo ganas de volver allá ahora mismo con mi calendario”, dije. Seguí pensando en el juez y en cómo se atrevió a acusarme de mentirosa.
“Mami”, dijo mi hija Alisa en medio de mi divagación. Me di vuelta para mirarla.
“Déjalo pasar, mami. No vale la pena”.
Me detuve un momento. Tomé un respiro profundo. Y me di cuenta que esta niña de 11 años estaba en lo cierto.
¿No es exactamente esto lo que había tratado de enseñarle una y otra vez? Durante todas las batallas entre niños en el jardín, las pequeñas riñas entre amigos y hermanos, ¿no es esta la lección que siempre intenté enseñarle?
No te alteres tanto, no te enojes, no sigas pensando constantemente en eso, ¡no vale la pena!
¿Cuántas veces les decimos esto a nuestros hijos? Pero, ¿de qué sirve si cuando nos pasa a nosotros permitimos que nuestras emociones nos controlen? No sabemos cómo dejar pasar las cosas, y esos encontronazos que nos dejan enojados, ya sea con amigos cercanos o con extraños en el supermercado, se apoderan de nuestro día.
Alisa tenía razón. Y al día siguiente, cuando los pensamientos de “¿cómo pudo el juez?” cruzaron mi mente, las palabras de mi hija sonaron claro y con fuerza.
“Déjalo pasar, mami”.
Slovie Jungreis-Wolf