No es que me considere grinch del 14 de febrero. De hecho, ha habido años en que, sin cuestionarme, he cedido ante el numerito novelesco. Sin embargo, éste me agarró sola, ciertamente atrapada en el pasado y, mal aconsejada por mí misma, se me ocurrió creer que, si volvía con otra persona al lugar mágico, muy probablemente el hechizo se rompería.
Ay de mí. Sucedió todo lo contrario.
A pesar de ser noche de San Valentín, había muy poca gente. La atmósfera estaba intacta. Parecía un pueblo fantasma, quizá un museo. Cada detalle del restaurante-bar (el patio, la fuente, la fogata) me remitió a aquella ocasión. Elegí la misma mesa y el mismo asiento. Quise repetir la noche, la conversación, los acercamientos, la sutileza, las caricias a su antebrazo, arrimar cada vez más nuestras sillas, pero, pequeño detalle, éste era otra persona. Y, en vez de seducción, hubo provocación. En vez de caricias sutiles, besos desesperados. En vez de cadáver exquisito, una plática insulsa.
La clásica dinámica arcaica en la que, aunque se trate de una cena romántica, el hombre en cuestión se da el lujo de mencionar a todas las mujeres que le vienen a la mente, pero, apenas una se permite evocar un affair o hacer alusión a un hombre más joven, se gana apelativos como: asaltacunas, ninfómana, con la p en la frente, etcétera.No te la creas, estoy bromeando, dijo mi date de anoche más de una vez.
Como podrán imaginarse, mi malograda cita de San Valentín concluyó antes de lo previsto. No quedaron ganas de dar un siguiente paso ni por compromiso ni por necesidad: si en un principio hubo algo de atracción, ésta terminó por esfumarse. No sé si me privé de algo grande, del romance o la experiencia íntima de mi vida, pero, honestamente, me dio mucha flojera jugar el juego de la simulación y decir A para obtener B sin revelar C, pero sugiriendo D. El juego de esconderse y replegarse, play it cool, dicen en inglés. Quizá otras veces lo he jugado, ¡y con maestría!, pero anoche me pareció que ni era el momento ni valía la pena, así que opté por mayor fluidez y mayor autenticidad, canté un poco quién era y qué esperaba, en pocas palabras, apliqué el clásico ''más vale aquí corrió que aquí murió''.
Renuncié a mi condición de player y a una dinámica en la cual, por más que pareciera un cortejo entre adultos, amenazaba con terminar siendo una subordinación por parte de alguno o de ambos: es decir, sin desearlo verdaderamente. Y, ojo, no es que me dé golpes de pecho, pero también se vale echarse para atrás y cambiar de opinión, aun cuando parezca que la velada incluye el paquete completo.
Me parece que hay que ir redefiniendo y desmenuzando toda esa nueva ola de ''amores adultos''. De pronto me da la impresión de que ahí cabe cualquier cosa y lleva implícita la consigna de ''sexo a cualquier precio'', incluso al precio de un mal sexo. ¿Tan grave está la situación? Paso, me dije. Para tener un encuentro íntimo, mínimo que el deseo, el vigor y la osadía sean recíprocos, que lo anteceda un aire lúdico y de complicidad, que la seducción sea mutua: una exploración a la vez ingenua y transgresora.
Derrotada en la más reciente batalla de San Valentín, llegué al lugar donde vivo. El vigilante me dijo que había algo para mí: era una caja con un juego de lencería negra, un boleto de avión a Las Vegas y un par de entradas a Zumanity, de Cirque du Soleil. La tarjeta, sin firmar, decía: Sensual e impredecible como tú.
La velada que acababa de pasar me había hecho sentir justamente lo opuesto. Háganmela buena, pensé. ¿Será obra del malogrado y desairado pretendiente que tal vez traía un as bajo la manga? ¿Acaso está de regreso el amor al que quise reemplazar? ¿Será el sereno, una broma, un freak? ¿A quién devolver el regalo? No sé si me quede la lencería. Mi problema con Las Vegas es la visa.
Fuente: http://blogs.eluniversal.com.mx
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