En las primeras etapas después de nacer, la conciencia de un bebé se encuentra en un estado que es todo sensaciones: no tiene la capacidad de pensar en el sentido de razonar, memorizar conscientemente, reflexionar o enjuiciar. Quizás podría decirse que es más sensible que consciente. Mientras duerme, el bebé es consciente de su estado de bienestar, al igual que un adulto que duerme con su pareja es consciente de su presencia o ausencia. Cuando está despierto es mucho más consciente de su estado, pero de un modo que en un adulto se llamaría subliminal. En cualquiera de estos dos estados, es más vulnerable a su experiencia que un adulto, ya que no tiene ningún precedente con el que clasificar sus impresiones.
La falta de un sentido del paso del tiempo no supone una desventaja para un bebé intrauterino o para un bebé que esté en contacto con el cuerpo de la madre, simplemente se sienten bien; pero para un bebé que no esté pegado al cuerpo de la madre, el hecho de no poder mitigar cualquier parte de su sufrimiento mediante la esperanza- que depende de un sentido del tiempo- es quizás el aspecto más cruel de su terrible experiencia. De ahí que su llanto no pueda contener ni siquiera un vestigio de esperanza ya que actúa como una señal para encontrar alivio. Más tarde, a medida que las semanas y los meses van transcurriendo y la conciencia del bebé aumenta empieza a sentir un indicio de esperanza y el llanto se convierte en un acto asociado a un resultado, ya sea negativo o positivo. Pero la aparición de un sentido del tiempo a penas de ayuda a que las largas horas de espera sean más llevaderas. La falta de una experiencia anterior hace que el tiempo le resulte intolerablemente largo a un bebé que esté en un estado de anhelo.
Incluso años más tarde, cuando aquel niño tenga cinco años la promesa hecha en el mes da agosto de regalarle una bicicleta en navidad le resulta tan satisfactoria como no prometerle nada. A los diez años el tiempo se ha reorganizado en vista de la experiencia hasta el punto de que aquel niño puede esperar de una manera más o menos agradable un día para recibir algunas cosas, una semana para obtener otras, y un mes para algo muy especial, pero un año sigue sin tener demasiado sentido para él en cuanto a mitigar su deseo, y la realidad presente contiene una cualidad absoluta que dará paso solo después de experimentar muchas otras experiencias a un sentido de la naturaleza relativa de los eventos según la propia escala del tiempo. Solo a los cuarenta o cincuenta años, la mayoría de la gente tiene alguna perspectiva de la verdadera dimensión de un día o de un mes en el contexto de toda un vida mientras que solo algunos pocos gurús y octogenarios son capaces de apreciar la relación entre los momentos o la vida de uno y la eternidad al comprender plenamente la irrelevancia del arbitrario concepto del tiempo.
Un bebé- como un gurú iluminado- vive en el eterno ahora. El bebé que está pegado al cuerpo de su madre- el gurú- viven el ahora en estado de beatitud; en cambio, el bebé que no está en contacto con el cuerpo de su madre lo vive en un estado de un vivo deseo insatisfecho en medio de un inhóspito universo vacio. Sus expectativas se mezclan con la realidad, y las expectativas innatas y ancestrales son recubiertas- en vez de ser cambiadas o reemplazadas- por las expectativas basadas en su propia experiencia. Cuanto más diverjan estos dos grupos de expectativas, más alejado estará de su potencial innato de bienestar.
Texto extraido de:
M. Liedloff; (2003). El concepto del continuum. En busca del bienestar perdido. Tenerife: Editorial OB STARE)
Fuente: Padres en apuros
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