La incapacidad para disfrutar de uno mismo muestra un conflicto psicológico interno. El conflicto de pensar que la vida es menos vida si no se tiene a alguien al lado. Al actuar de este modo la persona pone su autoestima en el otro, es decir, analiza su propio valor interno desde el punto de vista de la alteridad. Sin embargo, el verdadero amor hacia uno mismo nace de dentro y, posteriormente, se muestra a los demás mediante acciones, palabras y gestos. La felicidad cuando es verdadera trasciende como un eco el ámbito de la pura individualidad e invita a compartir con los demás lo mejor de uno mismo.
La soledad no elegida produce dolor anímico. El abandono es causa de tristeza como muestra la situación que experimentan tantos ancianos en esta sociedad. El cariño y el reconocimiento del otro son necesarios e importantes. El aislamiento duele igual que la marginación. Una vez aclarada esta cuestión, conviene precisar que la soledad es positiva porque refleja la capacidad de la persona de cuidarse a sí mismo y realizar actividades que le gustan.
Existen planes sociales fundamentales y esenciales que invitan a compartir con los demás. Sin embargo, también existen muchas actividades que una persona puede realizar en compañía de sí misma: pasear, ir al cine, disfrutar de una tarde de compras, leer una revista o un buen libro… De hecho, más allá del estrés y la prisa que late en una sociedad marcada por la competitividad, los expertos recomiendan que cada persona encuentre al menos unos minutos para alejarse del entorno y desconectar. Esta idea queda de manifiesto en el auge de prácticas relacionadas con la meditación y la espiritualidad.
La aventura de la vida se nutre de amor. La compañía y la soledad se suceden acompasadamente en el destino humano. Un destino marcado por el anhelo de felicidad perpetuo que existe en el corazón de todo hombre.
Maite Nicuesa
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