El niño que se enamora de su madre cree que ella le pertenece y que compite con su padre por su cariño. Para resolver este conflicto se deben establecer roles familiares que ayuden a la madurez del infante.

Cuenta la mitología que cuando nació el hijo de Laios (rey de Tebas) y Yocasta, un oráculo (profeta) reveló que éste daría muerte a su padre y se casaría con su madre. En el intento por evitar tan terrible designio, los padres abandonaron al recién nacido, llamado Edipo, quien años más tarde cumpliría fatalmente su destino, sin saberlo.
El mito de Edipo fue retomado por Sigmund Freud (1856-1939), médico vienés quien es reconocido como padre del Psicoanálisis, para explicar parte del comportamiento del ser humano.
De esta forma, fincó su teoría de la personalidad sobre el desarrollo sexual de cada individuo, para lo cual realizó investigaciones en niños y adultos, estableciendo que desde la más tierna infancia los pequeños son seres sexuales, tomando como ejemplo lo que él denominó complejo de Edipo, problema que inicia entre los 3 y 6 años de edad, cuando el niño descubre su propio sexo, el opuesto y el de sus progenitores.
Las teorías de Freud han cumplido ya 100 años, tiempo en que sus postulados han sido retomados por otros investigadores, quienes han ahondado en sus conceptos. De esta forma se conoce que la identidad femenina o masculina del niño será definida por el núcleo familiar, donde la madre es la responsable de señalarle al hijo qué tipo de hombre desea, y viceversa en el caso de padre e hija.
El complejo de Edipo se funda en complacer o cumplir las expectativas de los padres, por lo que el hijo busca unirse a la madre y permanecer a su lado como satisfactor de sus deseos. Así, el pequeño queda atrapado entre una serie de sentimientos encontrados, pues por un lado ama a su padre, aunque también lo ve como rival; por otro, se encuentra el amor que siente hacia su madre y la obligación de cumplirle sus deseos.
A su vez, la hija que ama a su padre (se llama complejo de Elektra) se convierte en rival de su madre, a la que imita para seducir a su padre; en ambos casos, acabarán por renunciar al objeto amado por miedo a perder el afecto de quienes les dieron la vida.
No obstante y frente a la imposibilidad de concretar el deseo, estos sentimientos de amor se graban en el cerebro del menor y se convertirán en el "motor" inconsciente que lo hará buscar afecto en las relaciones extrafamiliares, lo que se traducirá en una de las claves más importantes para poder autodesarrollarse con plena libertad.
El complejo de Edipo debería estar resuelto hacia los 7 u 8 años, pero es posible que en la pubertad vuelva a surgir. Llegado el momento, el adolescente se repetirá "con esa mujer no, búscate la tuya", o bien "una como ella, mas no ella", de forma que buscará en otras mujeres rasgos que encontró en su madre como satisfactores.
Resolver este conflicto requiere de comunicación plena entre los padres y que los roles de autoridad estén perfectamente establecidos, pues si la madre es excesivamente posesiva o el padre carece del mando suficiente confundirán al chico.
El trabajo de ambos progenitores debe encauzarse a que el niño cumpla sus propios anhelos y satisfactores, y promover que descubra cotidianamente las cualidades de su padre para que las admire y las imite. De esta manera, se conseguirá que el pequeño encuentre su lugar dentro de la familia y, por tanto, en la sociedad.
SyM - Regina Reyna

Ayudar a los hijos en sus dificultades es un reto que, muchas veces, se presenta pesado, infructuoso y casi imposible
El hijo que crece "aparentemente" tiene su vida hecha. La independencia, el "déjenme ser", es su mayor eslogan. Los consejos, regaños e indicaciones le hacen sentir como niño o adolescente y, por eso, los rechaza como jarabes amargos.
Tiene conciencia de su libertad y, bien o mal, sabe que puede usarla, aunque desconoce su verdadero sentido. Se siente joven y experimenta que puede asir el mundo con un apretón de manos. Este mundo atrapa su sed infinita de felicidad y es lo que le causa las peores jugadas.
Quizá, un abismo gigantesco interfiere en las relaciones con los hijos. Los problemas y las dificultades que atraviesan en sus vidas personales parecen inasequibles para los padres. Los consejos y la cercanía que éstos quieren brindar, no llegan hasta la orilla de sus hijos con el impacto esperado.
Unas veces, el puente de comunicación natural y sencilla de los primeros años de la infancia y de la adolescencia, se debilita y es difícil cruzarlo. Otras, tristemente, el gigante invisible de la juventud ya lo ha arrancado con un vigor impulsivo e irreflexivo, destruyendo cualquier esfuerzo de acercamiento a los problemas que tienen.
¿Qué hacer?
La respuesta no es nada sencilla porque los hijos tampoco están en una etapa fácil. A veces el error de los padres es la desesperación, la impaciencia o la forma brusca y autoritaria en el actuar (por ejemplo: correrlos de la casa).
Un buen medio es la comunicación entre los padres. Entre los dos se podrán ayudar mejor a conocer a sus hijos. También ayuda tratar de "meterse en sus zapatos". Intentar sentir lo que sienten, pensar en las contrariedades que les acechan o que pueden estar pasando (¡están todavía madurando y necesitan comprensión!).
Una postura rígida, por ejemplo, puede transformarse en una actitud afable, amigable, paternal: Una gota de comprensión atrae más a los hijos que un barril de regaños.
Otra solución estriba en el arte de escuchar a los hijos, interesarse por ellos; salir de las "burbujas" rutinarias y darles el tiempo y la atención que merecen. Ayuda mucho preguntarles su opinión, pedirles consejo, hacerles ver que su punto de vista cuenta mucho. Aunque todavía no lo sean, necesitan ser tratados como adultos.
Es mejor dar espacio a su iniciativa personal y a sus propuestas, que "acribillarlos" con órdenes y prohibiciones que pueden resolverse en un acuerdo mutuo y constructivo. Y en esos diálogos, conviene valorar sus decisiones para que se hagan responsables de sus actos.
Hay momentos que quizá ya se ha intentado mucho y los problemas de los hijos parecen insuperables. Pensemos, por ejemplo, en aquéllos que están sumergidos en la droga o el alcohol. Por desgracia, la solución se escurre de las manos como el agua (¡y eso es lo más duro!).Por Felipe de Jesús Rodríguez

"Los niños tienen más necesidad de estímulo que de castigo" (Fenelón).
Creer que existen en realidad las buenas disposiciones es crearlas y aumentarlas.
La idea del juicio o de la opinión que de ellos se tiene desempeña en el niño un papel importante en la elaboración de esa urdimbre psicológica en la que bordan cada día sus actos pensamientos y un poco de su vida.
Quien se persuade de que es incapaz de una cosa, pronto se hace efectivamente incapaz.
No es malo que el niño tenga confianza en sí. Vale más, en definitiva que lo tenga en exceso que con escasez. El "yo soy más" es mejor estimulante que el "yo no sirvo para nada" o "yo no conseguiré nada".
El niño es esencialmente sugestionable. Si se le dice sin cesar que es torpe, egoísta, embustero, etc., se le hunde , se le hace decaer de tal manera que no podrá salir de allí.
Mucho más sana es la sugestión, inversa, que consiste en repetir con obstinación un niño atacado de tal o cual defecto que tiene en verdad algunas manifestaciones del mismo, pero que está en camino de curarse.
Nada desanima tanto como la indiferencia: "Después de todo, no has hecho más que tu deber". "Puesto que nada te digo, es que está bien". El niño necesita algo más. ¡Es tan feliz cuando ve que le miman y aprueban aquellos quienes estima y ama!
La confianza facilita la acción; la desconfianza suscita el deseo de hacer mal.
No hay que temer en demostrar a los niños nuestra confianza en sus posibilidades. A veces será este el mejor medio para que aparezcan algunas cualidades, todavía adormecidas. Recordemos la observación de Goethe, aplicable a los niños y a los hombres: "Si consideramos a los hombres como son, los haremos ser más malos; si los tratamos como si fueran lo que deberían ser, los conduciremos a donde deben ser conducidos."
Tanto en la alabanza como en la reprensión, en el premio como en el castigo, es necesario tener mesura, lógica y justicia. Mesura, porque el exceso termina por desconcertar y hasta hace dudar del juicio de quien ejerce la autoridad. Lógica, porque ¿qué significa felicitar hoy una acción que mereció ayer una crítica?. Justicia, porque un premio no merecido pierde su interés y su fuerza.
Se debe estimular al niño, más por el esfuerzo que ha empleado que por el resultado obtenido. Es necesario conseguir que la aprobación de sus padres tenga para él más importancia que una golosina.
Hay casos en que está permitido utilizar el amor propio; por ejemplo: "Intenta hacer tal esfuerzo; es difícil, pero creo que tú si podrás conseguirlo."
Debemos evitar hacer elogios que conduzcan al niño a creerse mejor que los demás. Lo mejor es demostrarle los progresos que ha hecho sobre sí mismo, dándole a entender que puede hacer más todavía.
Uno de los medios de estimular al niño es trabajar con él en la realización de tal o cual proyecto, sobre todo si este proyecto necesita para salir bien que se guarde un secreto, como, por ejemplo, la preparación de una fiesta de la madre.
Toma el niño gustoso el esfuerzo cuando le vale nuestra aprobación. Hay impulsos que son más bien tímidos deseos, impulsos que no saldrían de ese estado si no fueran auxiliados por las personas de alrededor. Un aplauso oportuno da valor y confianza a quienes dudan. Una de las cosas que más animan a un niño es decirle cuando ha expresado algo bueno: "Si, tienes razón", y recordárselo hábilmente si hay ocasión: "como tu acabas de decir" o "como decías antes". Reconocerle a un niño sus progresos es animarlo a hacer otros nuevos.
Si el niño sufre un fracaso no se le debe tratar con rigor, puesto que ha hecho por su parte un esfuerzo laudable.
Debe evitarse el alabar sin reserva al niño. El alabarle un poco es a veces necesario. Démosle testimonio de nuestra estima: "He creído siempre que eras capaz de eso y de mucho más." Animémosle; pero no le tratemos como si fuera una perfección confirmada en gracia. El niño a quién se le dice sin tino y sin medida todo lo bueno que de él se piensa. corre el peligro de engreírse y llegar a ser un pavo real fatuo y orgulloso.
Puede traducirse el estímulo a un niño en una recompensa material: golosina, juguete, dinero. Pero no abusemos: es una solución fácil. Uno de los peligros de este método es el de mercantilizar y materializar los esfuerzos de orden moral que deben encontrar su sanción fundamentalmente en la aprobación de las personas que le rodean y en la satisfacción de la propia conciencia. Hay, además, otro peligro: a medida que el niño crezca serán necesarias recompensas cada vez mayores. ¿no hemos visto padres que han prometido imprudentemente una bicicleta o un abrigo de pieles con peligro de comprometer el presupuesto familiar?
Sucede, a veces, que los resultados no están a la altura de la buena voluntad y de los sinceros esfuerzos del niño. Evitemos el agobiarlo, y aun para que no se quede bajo la impresión deprimente del fracaso, intentemos poner de relieve la buena cualidad desplegada.
Anita, de cuatro años, y Bernardo, de cinco años y medio, regresan de paseo. Las zapatillas de la hermanita han quedado en la habitación del primer piso. Bernardo se ofrece galante para ir a buscarlas. Corre por la escalera y baja triunfalmente llevando un par de zapatillas que no eran las de Anita. En lugar de regañar a Bernardo y decirle: "¡Qué bruto eres: podrías fijarte; siempre lo haces igual!", es preferible decirle: "has sido muy amable queriendo traer las zapatillas de tu hermanita. El par que has traído se parecen; es muy fácil confundirlas. Vas a ser del todo bueno..." El niño comprenderá enseguida y volverá a subir con alegría, con lo cual se duplicará el valor de su gesto fraternal.
Tomado de "El arte de educar a los niños de hoy". Décima edición. Sociedad de Educación Atenas. Madrid.
Por Gaston Courtois