miércoles, 23 de enero de 2013

¿Adiós al buen proveedor? por Rose Mary Espinosa

En aquel entonces, mi hijo mayor era un gran admirador del reino animal, especialmente de las serpientes. Una tarde, después de haber pasado el fin de semana con su papá, me contó que éste le había preguntado por una especie que él no conocía: la cobra de México.

De inmediato, mi hijo le había respondido que era imposible, que las cobras eran originarias de Asia y África.

“Claro que existe”, insistió el papá. “Te daré más pistas: vive en la Colonia Del Valle, tiene dos hijos…”.

Mi hijo respondió asombrado:

--¿¡Mi mamá?!

--¡Claro! Porque me cobra la renta, me cobra la luz, me cobra el teléfono…

Mas que compartir el chiste, mis dos hijos estaban atentos a mi reacción. Aunque entonces hacía esfuerzos sobrehumanos para no engancharme en esas cuestiones, aquella vez no me pude contener:

--Si así como yo cobro, él pagara... –dije y, en el instante, rectifiqué--: A tiempo, si pagara a tiempo.

Cuando compartí la anécdota con mis amigas, varias de ellas lo consideraron una agresión, aun cuando, en comparación con otros exmaridos, él mío tuviera fama de ser de los mejores: aunque exigía comprobantes de la mayoría de gastos y no siempre hacía los depósitos de manera puntual, al final siempre cumplía con sus obligaciones.

Días después, coincidí en un café con amigos escritores. Uno de ellos, recién separado de su esposa, relataba el viaje a Europa que acababa de hacer con su hija. Al decirle a su exmujer que le aguantara el paso con los pendientes del regreso a clases, ella le había reclamado que hubiera hecho un viaje tan caro en vez de aportar con lo prioritario:

--No importa lo que haga, para la madre nunca es suficiente. Me preguntó entonces de qué se hacía cargo mi exmarido. Yo empecé a hacer la --cada vez más corta-- lista y él dijo:

--O sea que también él es del club de los pendejos...

Esto de ver quién financia qué suele hacer que aflore un pragmatismo que raya en mezquindad sobre todo cuando parece que todo se centra, más que en cuentas claras, en una advertencia de: “A mí no me vas a ver la cara”. Ay, el control que se ejerce a través del dinero…

Escuché sobre un hombre que, aunque a menudo dejaba de cumplir con su parte, el día que se enteró de que el nuevo novio de la exmujer le había hecho unos regalos a los hijos, le llamó para decirle que ellos tenían a su padre y él no era nadie para querer ganárselos. También sobre aquellos que son más o menos responsables hasta el día que conocen a alguien y quieren rehacer sus vidas y, de la negociación pasan al regateo, y se niegan a cooperar para cambiar las cortinas deshiladas, pero publican en Facebook las fotos de los viajes, fiestas y demás dádivas hechas a sus nuevas novias. Que se rehúsan a cambiar las llantas del coche en el que sus hijos se transportan por ser el mismo en el que la exesposa se va de juerga cuando los niños no están con ella. O que exigen tabuladores pormenorizados y les quita el sueño imaginar que con ese dinero la ex compra cigarros, tragos o hasta condones para estar con un nuevo galán.

Y en el caso de ellas, bueno, también las hay… Impedidas para encontrar un trabajo remunerado o para encontrar una pareja, ¡o ambos!, so pena de perder apoyo, ¿amenaza o pretexto? O las que exigen y, aun cuando reciban, sobajan y, apenas el ex hace el intento de hacer ajustes, aprovechan para presentar una contraoferta que se dispara por las nubes, y es todo o nada, y quién eres tú para hablar si simplemente no estás, pues tú estás y, ¿de qué sirve?, y si no vas a entrarle, mejor no los veas, ¿ah, sí?, pues por ley podría verlos todavía menos, y soy capaz de declararme en quiebra, y yo de declararme loca y te los quedas, o me los llevo y no vuelves a saber de nosotros…

Como dice una canción de The Shins, los juegos ridículos y repulsivos de la adultez.

Y los licenciados, lo saben, lo saben…

Me costó varios años empezar a tramitar en serio mi divorcio y, en buena medida, fue por no encontrar al abogado indicado. Hubo una que me sorprendió por sagaz: al ex habría que sacarle hasta la risa, tendría que pagar lo básico pero también lo extra: de la manutención al esparcimiento, de las compras de emergencia a las de capricho, de las medicinas a los regalos de cumpleaños de los amiguitos. Desde luego que, en esa misma proporción, ascendían sus honorarios y se saboreaba el botín desde ya: “ Es más”, me dijo, “si hay testigos que lo vieron salir de la casa, podemos preparar una demanda por abandono de hogar y guardarla como un as bajo la manga”.

Más de una vez me dieron ganas de arrojar la toalla y seguir adelante, a mi tiempo, de acuerdo con mis posibilidades, sin entrar en dinámicas de aparentar minusvalía para no mermar la recompensa ni pedir 30 por ciento más para recibir cuando menos un 10 por ciento, aunque también me parecía sinsentido dejar de exigir lo justo por razones de desgaste o dignidad. Mi acuerdo idóneo sería: contribuir los dos de manera equitativa y cualitativa, ojalá de manera voluntaria, sin tener que perseguir a nadie. Un par de años después tuve la suerte de encontrarme con una abogada práctica y sensata, cuyo interés fue agilizar --y no entorpecer-- el trámite, un convenio equilibrado, a cambio de una cantidad razonable.

Mi experiencia y lo que he observado en los casos de amigos y conocidos, me hacen volverme al concepto de perpetuación de la ficción, de que habla Hanna Rosin, autora del libro The End of Men (El final de los hombres), en el sentido de que las mujeres aún no se acostumbran a la posibilidad de adueñarse del poder y los hombres, a su vez, preservan rasgos de protectores y proveedores, aun cuando no perciban los ingresos suficientes para ello: “Tal vez el rol del proveedor no pasó de hombres a mujeres sino, simplemente, pasó a ser obsoleto”.

De ahí que aún persistan metáforas como la de la cobra y la del club de los pendejos…


Autora: Rose Mary Espinosa
Fuente: http://blogs.eluniversal.com.mx