sábado, 1 de junio de 2013

"Todo se puede comprar" por Rose Mary Espinosa

Escena de la obra
En temas como la trata de personas para fines de explotación sexual no es raro que sean mujeres quienes levanten la voz y tomen cartas en el asunto, y tampoco es raro que estas tomas de conciencia y estos llamados a la acción muchas veces sean interpretados como muestras necias de conservadurismo, cerrazón o envidia.

Por eso me sorprendió que la obra Si un árbol cae. . . haya sido concebida y escrita por hombres: respectivamente, por el productor Vladimir Peña y el dramaturgo Javier Malpica. Las premisas son crudas y la metáfora escalofriante: el ejercicio forzado de la prostitución se hace de víctimas cada vez más jóvenes, quienes reciben tratos infrahumanos y, una vez que dejan de ser útiles o dejan de cooperar, son desechadas y olvidadas: como árboles en medio del bosque que nadie escucha caer.

Le pregunto a Malpica qué le significó involucrarse con esta realidad como hombre y ’desenmascarar’ los móviles de su género. Él responde que, si bien la obra pretende retratar el sufrimiento de dos mujeres víctimas de la trata, igualmente le permitió ‘descubrir la parte masculina involucrada: esa que apoya o, en el mejor de los casos, ‘no obstaculiza’ o es indiferente a la desaparición de las mujeres y su venta para la prostitución forzada.

El clima generalizado hacia este tipo de realidades estrujantes suele ser de indiferencia y apatía. Por miedo o por costumbre, se silencia y, por ende, se permite y se promueve. Hay quien se cura en salud porque lo considera un fenómeno mundial. Hay quien se cruza de brazos porque, a su juicio, es cuestión de naturaleza humana y siempre ha existido y siempre existirá. Ése es el énfasis en uno de los diálogos del único actor masculino en escena (que desempeña distintos roles) y que exalta, acaso lapidariamente, las prerrogativas y los alcances de los de su clase: los hombres, sean políticos, empresarios, futbolistas o abogados: Las leyes se escriben con nuestro semen, sentencia.

Malpica cree que la trata de personas es, en efecto, un problema de género: Vivimos en una sociedad (evidentemente comandada por la testosterona) donde ideas como ‘todo se puede comprar’, ‘el sexo es siempre placentero’, ‘el sexo vende’, han llevado a muchos hombres a la falsa creencia de que toda prostitución es valida y que tienen derecho a satisfacer sus deseos sexuales siempre que paguen, sin importarles que las mujeres involucradas puedan ser víctimas de trata y estar forzadas a ello.

¿En qué medida el ‘’destino final’’ contribuye a perpetuar y agravar crímenes de esta magnitud? Malpica es tajante: ‘Si así piensan los ‘clientes’ no podemos extrañarnos de que haya quienes hayan dado un paso más allá y, para satisfacer esa demanda masculina, sientan que tienen el derecho de vender, esclavizar, torturar y hasta asesinar a las que ya no ven sino como un objetos de consumo. Uno no puede menos que sentir vergüenza de su propio género.

La obra presenta un formato novedoso y en distintos. La desventura de los dos personajes femeninos (propiciada por condiciones preexistentes como: la violencia intrafamiliar, la marginación y el hecho de nacer mujer) se muestra también como una azarosa, acaso ilusa, elección de papeles dramáticos que terminan por ser roles de vida, en medio del anonimato y el olvido.

Una serie de testimoniales de víctimas de trata en todo el mundo que revelan sus móviles para callar, sonreír y complacer (Aprendí a quedarme callada para que me insultaran menos… a sonreír para que me dejaran de pegar). Un caudal de datos duros, transmitidos por el periodista Javier Solórzano a través de una pantalla (12 millones de mujeres víctimas de este crimen, quienes en los casos más severos son obligadas a atender entre 30 y 50 clientes por día) y el pronóstico de que, en los próximos años, la trata, segundo delito a nivel nacional, por encima de la venta de armamento, supere al número uno: el narcotráfico.

Los pasajes más estremecedores ilustran la pérdida de la inocencia a través de promesas y amenazas, de engaños y traición, incluso por parte de familiares y esposos. Quienes padecen los ultrajes se ven inmersas en dinámicas de sometimiento e intimidación: debilitadas por cuánto se les veja y minimiza, resignadas a morir.

Si no hay más voces de indignación al respecto, es porque se trata de un crimen de género y la sociedad machista está minimizando lo que ocurre. Hay dinero involucrado, por lo que hay mafias y corrupción silencian las voces de aquellos indignados o afectados. La trata de mujeres y niñas existe en nuestro país, y no necesitamos ser ni reporteros, investigadores, sociólogos o escritores para dejar oír nuestras voces solidarias. Podemos empezar al menos con no cerrar los ojos y los oídos a esos árboles que caen.


Rose Mary Espinosa

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